Desde
pequeños siempre nos encauzaron en el respeto ante la ley, porque la
ley representaba la forma correcta de comportamiento en sociedad. Así,
quién actúa conforme a la ley no tendrá problemas con la justicia,
mientras que quien se dedique a transgredirla, recibirá su
correspondiente castigo por parte de “papá” estado. De igual forma nos
enseñaron que la vulneración grave de una ley o el agravio contra
alguien no debe ser juzgado por la propia mano del perjudicado, sino que
debe ser el estado el que medie y el que ejerza el pertinente castigo y
al mismo tiempo, ejemplar, con el supuesto fin de erradicar la
delincuencia. Desde la perspectiva del gobierno que se vende como el
garante del orden en cualquier sociedad o nación, esto parece a priori
el mayor grado de justicia y de objetividad, pero el gobierno no es ni
mucho menos un órgano mediador, ni objetivo, ni neutral, pues si no, no
necesitaría ni de sistema judicial, ni de policías, ni de ejército.
La
perspectiva contraria es aquella que debe cuestionar, por el propio
hecho de la no neutralidad del gobierno, todo el sistema judicial. El
gobierno nos dice que todo el que vulnere de forma grave la ley es un
delincuente, y como tal debe ser juzgado y castigado por la vía de lo
penal. Delitos como el robo, la violación o el homicidio son
considerados muy graves y son castigados con penas de prisión, en
algunos países o en otras épocas, incluso con la muerte. Sin embargo,
ocurre por lo general que los estados siempre están más interesados en
imponer castigos severos en vez de investigar el origen de dichos
delitos. ¿Por qué? Precisamente porque un gobierno formado por hombres
poderosos jamás podrá ser neutral ni objetivo al ser los creadores de la
ley y el hecho de que exista un grupo de personas, llamadas
delincuentes, que representan el mal, les ofrece una suculenta
justificación para dar una imagen de justo mediador ante el ciudadano de
a pie.
Es
por esto mismo por lo que el propio ciudadano no se preocupa lo más
mínimo de las causas que han llevado a alguien a delinquir, y más bien
se preocupa solamente en función de su peligrosidad para vulnerar el
orden social o para no respetar el derecho de integridad de las personas
“de bien”. Sin embargo, la historia demuestra una y otra vez que las
principales causas de casi todos los delitos son la miseria, el paro, el
hambre y el malestar social que crean los propios gobiernos. No sería
de extrañar pues, que una de las motivaciones más poderosas del propio
estado fuera la de fomentar la delincuencia con el fin de dar mayor
credibilidad entre sus súbditos de su necesidad imperiosa y universal de
perpetuidad, autodenominándose como el bien supremo. El estado se
apropia la potestad absoluta de impartir justicia y de decidir quién es
delincuente conforme a la ley, pero como dice el dicho “quién hace la
ley hace la trampa” y esto nos lleva a preguntar ¿quién juzga al estado?
Prácticamente
todos los delitos tienen una explicación, muchos de ellos incluso una
justificación, como el robo por necesidad, que muchas veces
inevitablemente conduce al robo con violencia y en los peores casos
terminan con el asesinato no intencionado. Otros delitos que en
apariencia no parecen tener explicación por necesidad, analizados en
profundidad siempre se la encuentra. Un asesinato supuestamente
patológico muchas veces viene motivado porque la propia sociedad fomenta
continuamente el odio entre razas, la violencia instrumentalizada en
los medios o justificada según criterios establecidos de forma
arbitraria, como la violencia estatal, patronal o sistematizada.
Incluso la supuesta patología de un violador de mujeres es el fruto de
años y años de imposición del patriarcado institucionalizado en multitud
de países. Por supuesto, que no lleve a confusión, esto no justifica
los actos de una violación, pero sí puede explicarlos. A menudo sucede
que estos delincuentes son víctimas de un pasado problemático que hace
que sean más proclives a no controlar sus impulsos más primarios.
Otro
tipo de delincuencia como la ejercida por las mafias o bandas
organizadas también pueden explicarse prácticamente por el mismo hecho
de una sociedad basada en la violencia y el odio, solo que en este
caso los delincuentes tienden a organizarse. Otros como el terrorismo
por motivos políticos responden casi siempre al malestar de la población
más radical e impulsiva por los abusos de los estados en contra de las
minorías, si bien es cierto que este tipo de crímenes puede derivar
muchas veces en una violencia desmesurada e injustificada. Los presos
políticos son a menudo los más humillados por el estado, ya que
representan sin duda un verdadero peligro para su perpetuidad.
Pero
para escarbar en las causas primarias de los crímenes no estatales -los
estatales también son crímenes, oficiales, pero crímenes- éstas se explican mejor cuanto más retrocede uno en el tiempo. La constitución ilegítima
de cualquier jerarquía del pasado es causa directa de la aparición de
rebelión; la propiedad, el trabajo esclavo, las religiones, el odio
racial, la constitución de los estados y de su aparato de leyes, los
ejércitos y la policía; por otra parte, el arraigo del capitalismo
salvaje, las desigualdades abismales entre unas y otros, el modo de vida
basado en la competencia, el crecimiento desproporcionado de la
población, la masificación, la alienación de las mentes, la exaltación
de la violencia en los medios y el hedonismo desinteresado y presuntuoso
contribuyen en gran forma a aumentar la violencia. Estas son las causas
que irremisiblemente llevan a la práctica del crimen y la delincuencia,
ya sea patológica o no. De hecho, el que un crimen termine siendo
patológico es algo meramente circunstancial.
Este
es el verdadero crimen, esta es la verdadera delincuencia perpetrada a
lo largo de los siglos por los grupos opresores. Es además el crimen más
letal porque con el tiempo logra camuflarse entre las masas bajo la
fachada de la impunidad política.
Es
el propio estado, libre de juicio, el encargado de aplicar la pena a
las víctimas de su gestión intencionada de opresión y sometimiento, de
aborregamiento y deseducación hacia las masas y de crear un ambiente de
falsedad criminal y de impunidad. Con el tiempo, los estados más
benévolos tienden hacia una aparente relajación de los métodos de
castigo: abolen las torturas, la pena capital, la cadena perpetua, y los
encierros en mazmorras. En su intención de mostrar una cara menos
punitiva y más solidaria con los presos empiezan a hablar de reinserción
aunque sin olvidar el castigo. Sin duda, esto mejora las condiciones de
vida de los presos en las cárceles, pero no aborda en absoluto el
problema real de la delincuencia, pues su existencia le da a los propios
estados la excusa perfecta en su camino hacia la perpetuidad.
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