28 de diciembre de 2012

El mito del “buen civilizado”

El ser humano moderno presume a menudo de serlo y se vanagloria continuamente sin darse cuenta de que no hay nadie distinto a él que escuche tan altivas demostraciones. Por supuesto, tal grado de presunción va dirigido a sí mismo (ésta es, según Nietzsche, la forma más común de engaño). Dicho sea de paso que no ha habido jamás en ninguna parte -que se sepa- tamaña demostración de arrogancia. En efecto, el ser humano actual utiliza varios recursos para justificar dicha demostración. Uno de ellos estriba en hacer denigrante cualquier época pasada -cuanto más lejana más denigrante-, arguyendo con esto que la única vía posible para el ser humano es la del progreso hacia no se sabe dónde, justificando asimismo que para que la idea del progreso fuera válida y además creíble, necesariamente el pasado siempre ha de ser peor. Esta proposición que tanto vende y a la vez arraiga en la mente de las personas es, profundamente analizada, de una estupidez majestuosa, además de que muchas veces resulta falsa. También debemos ser rigurosos y descartar aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” -cualquiera no, pero muchos sí-. Ahora el ser humano tiene la excelentísima cualidad de que se va mejorando a sí mismo (en estupidez, por supuesto).

Una de las designaciones más usuales que utiliza el hombre moderno es la de atribuir a todo lo anacrónico como algo primitivo, dándole con esto un sentido peyorativo, es decir, bruto, zafio y retrasado, mientras que ser moderno es estar a la última y además ¡ser más inteligente! Esto es además una señal de inequívoca ingenuidad por la autoprivación que se hace el hombre moderno en cuanto a lo que su pasado puede enseñarle. Concretamente en esta entrada hablaremos no del pasado más reciente sino del más remoto, aquel del que menos se sabe por la propia lejanía, pero del que probablemente tengamos más que aprender: nuestro pasado primitivo previo al gran salto de la civilización, pero eso sí, esta vez al margen de interpretaciones subjetivas.

Son pocos los autores que han hablado del hombre salvaje como un ejemplo a seguir, siendo lo más común presentar la vida primitiva como si fuera mala por naturaleza. Pero al igual que en el mito del buen salvaje atribuido a Rousseau, el resto de acusaciones vertidas por los fieles al progreso sobre la supuesta depravación del mundo salvaje, siempre en comparación con los adelantos de la época civilizada, tienen, examinados profundamente, igual o mayor grado de mito.

En efecto, presentar el mundo salvaje previo al Neolítico como un mundo idílico no podía ser más que una idealización, aunque los nuevos estudios antropológicos tienden a desmentir en parte su naturaleza. Por otro lado, poco o ningún esfuerzo se hizo por entender la obra de Rousseau ni a donde quería llegar con ella. Su especial dedicación en ahondar en las desigualdades sociales le hizo escarbar necesariamente en los inicios de la civilización y en las grandes diferencias que trajo ésta con respecto al mundo salvaje del que evolucionó. El resultado de sus pesquisas, quizás, cierto es, exagerado por sus motivaciones románticas, fue presentar estas diferencias entre uno y otro mundo con el objeto de arrojar algo de luz sobre el origen de las desigualdades. Para él no había duda de que dichas desigualdades surgían de la vida en sociedad y no de la vida salvaje. Suyas son estas palabras que definen muy bien esta postura: ...los vicios que vuelven necesarias las instituciones sociales son los mismos que vuelven inevitable el abuso. Así, estos vicios, lejos de ser propios de la naturaleza humana como nos hizo ver Hobbes afirmando que “el hombre era un lobo para el hombre”, nacen de la vida en sociedad. Rousseau le objetó a Hobbes que cometió este error porque no había escarbado lo suficiente en el tiempo.

Pero cabe mencionar algunos de los cambios básicos que introdujo el mundo civilizado con respecto al mundo salvaje y que un primitivista declarado como John Zerzan se ha dedicado a analizar en esencia, tratando de demostrar que estos grandes cambios son el motor de la degradación de la sociedad. Estos cambios simultáneos unos de otros y acaecidos en cadena tras un largo periodo de estabilidad, comienzan a perfeccionarse tras la llegada definitiva de la agricultura, motivada posiblemente por un incremento previo del sedentarismo y de la población de los grupos primitivos. Cómo y porqué tras un periodo larguísimo de tiempo paleolítico en el que la obtención de recursos se mantuvo estacionaria gracias a la recolección, la caza y la pesca, se dieron las circunstancias para tan drástico cambio es algo difícil de saber. Pero el resultado es que tras este periodo en el que el hombre era una parte integrante más del medio y como tal desarrolló un gran conocimiento del mismo y de sus formas de vida, se vio truncado por culpa de dichos cambios.

La gran cadena de la civilización acababa de comenzar. La nueva era se caracterizaba por una noción básica: el hombre ya no necesitaría ser una parte integrante de la naturaleza porque había aprendido a dominarla. Así, a la vez que se hizo sedentario, descubrió el enorme poder de cultivar la tierra y domesticar animales. En el momento en que empezó a delimitar los terrenos dedicados al cultivo y al pastoreo afianzó las propiedades y los privilegios, potenciando a su vez un sistema de jerarquías cada vez más complejo y la demostración de dicho poder mediante la fuerza; al multiplicar los alimentos, la población creció inevitablemente, se estableció y desarrolló mejores herramientas que posibilitaron la especialización laboral, incrementando el tiempo dedicado al trabajo.

Todos estos grandes cambios acaecidos en cadena necesariamente debían conducir a nuevas formas de dominación que se convertirían en un círculo vicioso. Así, a medida que el hombre creaba más y más trabajos, cada vez más complejos según las necesidades, se hacía necesario a su vez mejorar las técnicas, incrementando la eficacia y aumentando todavía más la población. Y a medida que aumentaba la población, se hacía necesario incrementar dicha eficacia mediante la mejora de las técnicas. Esto a priori no representaría ningún problema de distribución de los recursos y podría pensarse que la igualdad de las personas estaba garantizada. Por supuesto no podía ser así porque la noción de dominación no solo se dirigía a la naturaleza sino también hacia los propios humanos. El sistema de jerarquías que había seguido a la creciente administración de la propiedad propició la instauración de los privilegios como por ley divina y todo el montaje que siguió después para su justificación. Así, poco a poco y según aparecían las primeras ciudades, oligarcas y súbditos empiezan a constituirse en clases. A partir de aquí, la cadena empezaba a declinar en una secuencia imparable de justificaciones que traerían los funestos resultados de la civilización en forma de esclavitud, patriarcado, religiones, militarismo, imperios y conquistas. Es en este momento cuando el poder, corrupto por naturaleza, empieza su particular carrera de perfeccionamiento.

Schopenhauer no es conocido por escribir sobre primitivismo, pero en uno de sus libros dijo algo significativo al respecto: los salvajes se devoran entre sí y los civilizados se engañan mutuamente. La primera de las aserciones podía referirse al canibalismo practicado por algunos grupos minoritarios y motivados por circunstancias especiales; por lo demás nada que se pudiera generalizar a todos los grupos. Pero la segunda no puede ser más acertada. El poder, una vez institucionalizado, no sabe hacer otra cosa que engañar a sus súbditos para justificarse, extendiendo esta práctica entre todos e imponiendo un modo de vida supuestamente cooperativo entre los individuos, pero que no deja de ser una cooperación motivada por el interés personal. El medio usado es el de la mentira mutua y la competitividad por ver quién es el más eficaz. Este es el verdadero legado del “buen civilizado”.

Son muchos los que podrán recurrir al avance tecnológico y la ciencia como signo de progreso. Empezando porque todos estos avances surgen y se extienden gracias al poder y porque a este le interesa, es decir, son impuestos por la violencia para incrementar el control social, aquellos no son más que eslabones de la propia cadena trazada por la civilización. Las supuestas comodidades que dichos avances nos han proporcionado no son más que necesidades inventadas por la civilización y desarrolladas hasta el extremo por el mundo moderno. Recurrir a ellas para vanagloriar el presente no es más que admitir la victoria del poder.

En la actualidad, el mundo ficticio que ha montado este periodo relativamente corto en comparación con el del hombre primitivo amenaza con destruir sino totalmente, al menos parcial e irreversiblemente la naturaleza que el ser humano se ha empeñado en dominar. Mediante un sistema económico imperante que ha desarrollado un modo de vida basado en el consumismo desenfrenado, el despilfarro y el agotamiento de los recursos, una sociedad que no da importancia alguna a que la población crezca de forma desorbitada, y una filosofía absurda por la que el humanismo más obtuso es justificado por la casi totalidad de la humanidad, privándose a su vez cualquier progreso de tipo moral y racional, el resultado es que ahora más que nunca los estragos en la naturaleza y en las formas de vida -tanto humana como animal- son infinitamente mayores que cualquier otra época. Lo extraordinario es que el impacto es tanto mayor a medida que avanzamos en el tiempo. Por tanto, permítaseme justificar que si el estado salvaje que describió Rousseau era un mito en parte, el estado civilizado lo es totalmente.

Marshall Sahlins es un antropólogo que ha estudiado de forma amplia el mundo salvaje previo a la civilización además de los grupos actuales y sus conclusiones van en esta misma línea. Según afirma nunca en la historia ha habido un periodo de hambre como el de la actualidad, hasta el punto de que ésta aumenta según evoluciona la cultura. Él se ha centrado en la cuestión del hambre en el sentido de que no deja de ser un acto criminal el hecho de que más de un tercio de la humanidad pase hambre mientras otros pocos viven en la opulencia. No obstante, la misma regla se le puede aplicar a todos los males derivados de la civilización.

Otro gran estudioso de la condición humana en la historia y la cultura como Lewis Mumford desmonta con pruebas convincentes “el mito de la máquina” para desmentir la teoría oficial por la que durante años se le ha atribuido a la invención de herramientas y a la mecanización una importancia infundada en detrimento del lenguaje o los rituales, incluso afirmando el hecho de que el uso de herramientas no podía haberse desarrollado sin la organización social y la magia atribuidas a los hombres primitivos.

Lejos de los prejuicios primitivos difundidos por la antropología clásica y los apologistas del progreso, la vida salvaje fue una época de integración en el medio, de conocimiento y sabiduría en lugar de inteligencia, de bienestar y moderación en vez de progreso, de equilibrio natural y de austeridad en vez de derroche. Tampoco debemos dejar de omitir que los estudios evidencian la importancia de la mujer, ya que hombre y mujer vivían en el respeto mutuo, que el tiempo dedicado al trabajo era menor y el dedicado al ocio y al cultivo del conocimiento era por consiguiente mayor, que los animales cazados eran venerados, que la propiedad no tenía sentido cuando no había nada que guardar ni cosas de gran valor, y que los únicos líderes a los que había que seguir eran los hombres más longevos de la tribu que transmitían sabiduría al grupo.

Con todo, no podemos a la vez presentar este estado como un mundo de color de rosas, a pesar de que queramos soñar con él como lo hizo Rousseau. Ni existe ni es deseable un mundo idílico hedonista donde todos los individuos sean felices. Evidentemente, la vida no pudo ser tan fácil en la época glaciar en donde  tan solo el frío era un enemigo a combatir, en donde la caza era una práctica arriesgada que en muchas ocasiones dejaba muertos y heridos, y en donde los distintos pueblos al vivir tan separados unos de otros no podían dejar de temerse entre ellos, dando lugar a inevitables conflictos por defender lo propio frente a lo desconocido, pero que ni mucho menos se pueden comparar a las deliberadas guerras e invasiones del mundo civilizado. Kaczynski, de forma sorprendente, escribió un breve ensayo en donde aportaba pruebas para desmitificar el mundo salvaje con el que soñaban los primitivistas como Zerzan, pero incluso en el mismo admite que aún así aquel mundo tuvo que ser mejor en muchos aspectos que el actual.

Lo más importante de esta historia es extraer los elementos más positivos de cada uno de los dos mundos, porque aunque uno evoluciona del otro, los cambios son tan profundos que se diría que son antagónicos. Uno no tiene más que ver cómo viven las tribus actuales para corroborar este dato. Aunque mucha de la información del pasado no es más que mera conjetura, del presente podemos extraer conclusiones reales. Los apologistas del progreso podrán seguir empeñados en hacernos creer que la vida civilizada no solo es mejor que cualquier otra vida pasada sino que es la única posible -este hecho, por otra parte, ha servido para engullir cualquier resquicio primitivo, sometido a la voluntad de las nuevas formas de vida dominantes-. Por desgracia, no se dan cuenta que lo único que consiguen con esto es borrar una parte de nuestro pasado, que sin duda durante mucho tiempo fue mejor en términos generales, privándonos así la posibilidad de aprender todo su legado.

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