Hablarle
hoy en día a cualquier ciudadano del mundo occidental sobre el
holocausto animal es algo que no suele provocar ningún tipo de reacción
alguna, salvo de indiferencia o negación. El motivo es claramente que
somos, o más bien, nos hemos convertido en una especie tremendamente
arrogante. El concepto antropocentrista impera hoy día como otro
antivalor más de los muchos que nos ha legado la civilización,
especialmente motivado por el invento de la domesticación, que si bien
este concepto se puede aplicar a cualquier forma de dominación del
fuerte sobre el débil, es comúnmente más usado para designar a la que
ejerce el hombre sobre el animal. Son varios los factores que podrían
explicar el hecho de la domesticación, como el cambio climático, la vida
sedentaria o la paralela invención de la agricultura. Pero nuevamente
los orígenes de la domesticación son ahora irrelevantes para el objeto
al que me propongo llegar con ésta reflexión.
Es
quizás con la llegada de la era industrial cuando la ganadería se
extiende de tal manera por todo el mundo que es en este momento cuando
podemos hablar de holocausto con absoluto rigor. Los animales a partir
de entonces son tratados como meros recursos, unidades dentro de la
cadena de producción, una forma de materia prima imprescindible al igual
que la madera, el hierro, o el petróleo, que tiene la relativa ventaja
de ser inagotable por su perpetuo control de reproducción de los
animales al ser éstos seres orgánicos. Y es precisamente esta condición
la que suscita la duda moral del uso de esta “materia prima”.
Efectivamente, un animal no es una piedra, ni una vara de hierro, ni un
trozo de papel, ni un coche, ni una casa. Un animal es un ser vivo, al
igual que el ser humano y su valor es objetivamente el mismo. Sin
recurrir a la ciencia -que ya ha probado el grado sintiente de los
animales por su complejo sistema nervioso, además del hecho de la
evolución biológica-, captar este valor es una cuestión de simple
sentido común. Cuando uno observa a un animal cualquiera puede comprobar
por sí mismo cuán parecido guarda todo su ser en conjunto, en
comparación al nuestro: el sentido del movimiento, la búsqueda del
alimento, la necesidad de reproducirse, el disfrute del placer, la huida
ante el dolor, etc. ; actos que los humanos los hemos heredado
inequívocamente de los animales y que deben ser suficientes a la hora de
juzgar las razones que nos han llevado a tratarlos como los tratamos.
En
nuestras relaciones con los animales, la discriminación del ser humano
por el animal se denomina especismo, que al igual que el racismo, el
sexismo o la homofobia son formas diferentes pero iguales de
discriminación injustificada. Todas las formas de opresión por
prejuicios discriminatorios suelen tener raíces culturales muy antiguas,
y éstos suelen aparecer por el sentido erróneo y desmedido que se le da
a la diferencia y a la superioridad. La interpretación básica que
históricamente se suele aplicar a las diversas formas de opresión por
discriminación es la que argumenta: “al ser yo más fuerte que tú, tengo
derecho a explotarte”; que en realidad no es derecho, sino poder.
Afortunadamente, a lo largo de la historia, los movimientos de
liberación, después de largas y cruentas luchas se dieron cuenta de que
no por ser de otro color o por ser del sexo contrario debían ser menos
que el resto. Su lucha por la liberación estaba totalmente justificada y
el tiempo les daría la razón. Superadas aunque no del todo las
opresiones raciales y por razón de sexo, la lucha por especie también
reclama su momento. Es evidente que existen grandes diferencias que
harán de ésta una lucha mucho más larga y sufrida, empezando porque los
propios interesados, que son los animales, no tienen voz para poder
expresar sus ansias de libertad, aunque sí tienen formas de expresar su
dolor, un dolor que la mayor parte de las veces es ahogado en las
entrañas del egoísmo humano. Por ello, los animales necesitan
representantes humanos que clamen por sus derechos, y que básicamente se
resumen en el derecho a volver a recuperar la libertad que les hemos
arrebatado.
El
movimiento de liberación animal, tan joven como inexperto, tiene un
mensaje fundamental que llevar a la sociedad: no se pide que se hagan
cosas por los animales, sino que se dejen de hacer. ¿A qué nos referimos
con esto? La mejor ayuda que puede prestar cualquier persona al
movimiento y en consecuencia a los propios animales es que simplemente
deje de usarlos,ya sea en casa, en tu compra diaria, o en tu forma de
divertirte. Mucha gente piensa que cuando se le pide que haga algo por
los animales se le está pidiendo que invierta parte de su tiempo en algo
que muchas veces no les es prioritario. Pero en realidad, con un mínimo
de empatía, un poco de información y ganas de poner a prueba la fuerza
de voluntad de cada uno, se puede ayudar. Si muchas personas decidieran
dejar de usar animales en su vida diaria, sino del todo, en gran parte,
las cifras de animales muertos para beneficio humano empezarían a
reducirse y la liberación animal estaría cada vez más próxima en el
tiempo. Las opciones de mejorar la condición de los animales son
múltiples y variadas. El paso hacia una vida vegetariana en la
alimentación es uno de ellos, dentro de sus numerosas variantes. Pero
sin duda la opción más completa y más justa es la del veganismo, un
concepto que engloba todos los ámbitos de la explotación animal y que
básicamente se resume en el no uso de ningún animal en ninguno de
nuestros hábitos de vida. Erróneamente a lo que se cree, hay muchas
alternativas válidas para sustituir el uso de los animales y a medida
que el número de personas que estén dispuestas a cambiar sus hábitos
aumente, éstas serán más y mejores. Vencer nuestra enorme arrogancia y
egoísmo es una de las claves que se necesitan para poder contribuir a la
necesaria y urgente liberación de los animales.
Uno
de los mayores problemas que arrastra el ser humano, sino el mayor, es
la negación a juzgarse a sí mismo. Cualquier acto de dominación por
medio de la violencia -física o psíquica-, del fuerte sobre el débil es
un acto inmoral sean cuales sean las razones que intenten justificarlo y
el holocausto animal es el mayor crimen perpetrado por el ser humano,
inmensamente mayor que cualquier otro genocidio en la historia. Las
cifras de animales asesinados en todo el mundo se cuentan ya por miles
de millones anuales entre animales usados para comida, vestimenta, fines
médicos o científicos, deporte o espectáculos. Cifras que ascienden a
billones con b si incluimos los peces capturados en mares y océanos. Las
condiciones de esclavitud extrema que tienen que padecer gran parte de
estos miles de millones de animales son otro de los añadidos que hacen
más dramática si cabe la situación a la que los hemos condenado sin
ningún tipo de consideración. Podremos argumentar como consumidores que
desde que nacemos hemos sido educados en la cultura del uso de animales,
pero esto nunca justificará nuestros actos, tan solo los explica, y no
nos hace menos culpables que el ganadero que esclaviza al animal ni el
matarife que da el puntillazo final por nosotros. El hecho de que algo
se pueda explicar no quiere decir que se pueda siempre justificar, y
todos y cada uno de nosotros, por el hecho tan solo de pagar de nuestro
bolsillo para que otros ejecuten el trabajo sucio, contribuimos en mayor
o menor grado a la perpetuación del holocausto, el mayor asesinato
masivo de seres vivos de todos los tiempos.
" Un animal es un ser vivo, al igual que el ser humano y su valor es objetivamente el mismo."
ResponderEliminarLas flores, los cigotos y las bacterias también son seres vivos, pero no es tener vida lo que hace que los animales con sistema nervioso seamos objeto de consideración moral, sino nuestra capacidad para sentir y percibir las acciones de los demás que nos afectan. Por eso sería más correcto decir "ser sintiene" o "ser que siente".
Hola
ResponderEliminarGracias por la puntualización, aunque creo que ya lo había mencionado. En realidad las dos condiciones deben ser objeto de consideración moral, cada una a su manera. Es evidentemente que los seres sintientes merecen una consideración moral mayor por esa misma condición, pero también lo es a su vez que el resto de seres orgánicos deben tener algún tipo de consideración moral -aunque en la práctica generalmente no sea así-, pues si no nunca nadie se plantearía que debemos proteger los bosques y el conjunto de la flora. Estos seres no tienen sistema nervioso según la ciencia pero aún así tienen un valor como seres vivos que son.